Abro los ojos y  sigue el mismo sueño: sueño que vivo. Voy hasta el espejo y observo mi rostro reflejado en él. Miro mis ojos y me reconozco en ellos, distante de mí, distante de ese sueño que me acompaña despierto, mirándome directamente a los ojos desde la distancia del extrañamiento, desde ese curioso punto de vista que ofrece el reflejo de uno mismo y de esos ojos abiertos, mirando de frente su propia mirada, queriendo ignorar qué se esconde tras ella.

Rothko

«La herramienta más importante, que el artista perfecciona por medio de la práctica constante, es la fe en su capacidad para hacer milagros cuando éstos son necesarios. Los cuadros deben ser milagrosos: en el momento mismo que se termina una obra, acaba la intimidad entre la creación y el creador. Éste es ya un extraño. El cuadro debe ser para él, como para cualquiera que lo vea después, una revelación, una solución inesperada y sin precedentes de una eterna y conocida necesidad.»

Mark Rothko.

Antonio Lobo Antunes: «Si dejo de escribir, no me queda nada»

El autor portugués charla con ELCULTURAL.es de su nueva novela, El archipiélago del insomnio, durante cuya escritura se batió con el cáncer

Alberto OJEDA | Publicado el 05/11/2010

Antonio Lobo Antunes (Lisboa, 1941)propone al lector un nuevo “viaje a la negrura de la conciencia”. Es lo que lleva haciendo durante toda su carrera literaria: encender cerillas en medio de la oscuridad del alma humana y preguntar quién esta ahí. El archipiélago del insomnio (Mondadori), su último libro publicado en España, se construye con el fraseo errático de un narrador en duermevela. Imagina un pasado de gloria y riqueza en el seno de una convulsa familia del agro portugués, marcada por el incesto, la traición y la violencia. La novela está escrita con la arbitraria sintaxis de lo onírico. Y funciona: si uno se queda traspuesto leyéndola corre el riesgo de despertar desconcertado, con frases resonándole en la cabeza que no sabe de dónde le vienen: si del sueño propio o de la historia del autor portugués. Lobo Antunes confiesa al otro lado del teléfono, desde su casa lisboeta, que la escribió con miedo de no poder terminarla. Y es que cuando la tenía mediada, le llegó la fatal noticia: cáncer de colon. Pero se repuso y consiguió rematarla. Era lo que más le importaba en esos días difíciles. Más incluso que su supervivencia. Así es el Lobo: escritor por encima de todas las cosas.

Pregunta.- Le propone al lector un nuevo viaje “a la negrura del inconsciente”, pero ¿qué diría que tiene de nuevo El archipiélago del insomnio respecto a sus libros anteriores?

Respuesta.- Todos mis libros conforman un continuum. A mis lectores no les parecerá extraño. La crítica aquí en Portugal ha dicho que con este libro he empezado el ciclo del silencio. De alguna manera puedo estar de acuerdo, porque todas la artes tienden hacia la música, y la música tiende hacia el silencio. He leído en la contraportada de la edición española que narra la historia de tres generaciones, pero no es verdad: es sólo una generación y un mismo hombre autista que imagina un pasado glorioso y de riqueza.

P.- Ha sido un libro que se encontró con un gran obstáculo en el camino: el diagnóstico del cáncer.

R.- Me lo dijeron cuando iba por la mitad. Todo se complicó mucho. Yo cuando tengo un libro entre las manos no dejo de escribir un solo día, porque tengo un miedo horrible de perder la mano. Pero este tuve que interrumpirlo durante meses y cuando no sabía si sería capaz de terminarlo. Escribía dos horas o tres pero me cansaba mucho. Al final pude. La enfermedad me ha cambiado la forma de mirar la literatura. Ahora juego al póker con todas las cartas boca arriba, sin trucos.

P.- Dice que cuando le diagnosticaron el cáncer lo que más le preocupaba era terminar el libro…

R.- Sí, yo le dije al cirujano que me diera unos meses para terminarlo antes de que muriera. Tuve suerte y me curé. Es como si me hubiera tocado la lotería. Durante ese tiempo no sentí miedo, sólo un gran vacío. Me dolía pensar que no podría escribir más. Es que yo he construido mi vida sobre la escritura. En otras entrevistas anteriores he llegado a decir que dejaría de escribir, que pararía, pero me doy cuenta que si dejo la escritura me quedo sin nada. Desde los cinco o seis años es lo que hago. Tuve que ser médico por el dinero. Era una época muy difícil: me acostaba a las tres de la madrugada escribiendo y me despertaba a las siete para ir al hospital. Cuando gané lo suficiente con mis libros y mis traducciones lo dejé, porque es muy difícil ser escritor y además hacer otra cosa. Los libros se te meten en la cabeza y no te sueltan ni un segundo.

P.- En su escritura es difícil entrar. ¿Qué consejo le daría a un lector que se frustre, como a usted le pasó la primera vez que leyó a Conrad, tras leer un libro suyo porque no ha entendido nada?

R.- La primera vez que el escritor del siglo XIX Téophile Gautier vio Las Meninas de Velázquez dijo: “¡¿Pero dónde está el cuadro!?”. Para mí es la mejor crítica de arte que leído en mi vida. Es el mejor elogio que se le puede hacer una obra de arte… ¿Donde está el libro?

P.- Y a usted le gustaría que sus lectores se preguntaran “pero ¿dónde está el libro?”, ¿no?

R.- Exactamente. A mí los libros que me gustan empiezan en mí cuando termino de leerlos. Yo no les daría ningún consejo. A mí Conrad tampoco me lo dio. Simplemente, cuando lo leí por primera vez no estaba preparado para leerlo. Con 15 años veía una película de Bergman y me aburría de muerte y después de los 30 me conmovía hasta las lágrimas. Era yo el que no estaba preparado para ellos. El problema no era Conrad ni Bergman, era yo. Los lectores abrimos los libros con la llave de nuestra propia experiencia, pero todo libro bueno tiene su propia llave y te enseña él mismo a leerlo. Y no hay un libro bueno que no sea además un tratado sobre cómo escribir.

P.- ¿Cuánto le debe su literatura al insomnio?

R.- Cuando me levanto en mitad de la noche con sed, y camino sin encender la luz hacia la cocina para echar un trago de agua, paso entre las estanterías con los libros. Yo siento que los libros buenos me están mirando, me vigilan con ojos incandescentes, y me hablan, y me acusan de no ser mejor escritor de lo que soy y me piden que los supere. Ellos me motivan. Si no eres un hipócrita, hay que reconocer que uno escribe para ser el mejor, aunque hay que tener claro que la literatura no es competición y que no existe el mejor libro o el mejor existe. Las diferencias son tan grandes que no se pueden comparar.

P.- ¿Y qué le ha parecido la concesión del Nobel a Vargas Llosa?

R.- Hay que relativizar la importancia de los premios. Tienen poco que ver con la literatura. Lo que pasa con el Nobel es que es muy mediático, pero yo ya no me acuerdo de quién lo ganó hace tres años, o hace cinco. Yo siento una gran admiración por Vargas Llosa. Conversación en la catedral y La ciudad y los perros son libros muy, muy, muy buenos. Cualquier premio que le den es muy merecido. El problema es que es que estamos muy lejos del siglo XIX, cuando había más de 30 genios escribiendo a la vez: Dickens, Gogol, las hermans Brönte, Whitman, Balzac, Flaubert… Vivimos un declive muy grave. Ahora sólo hay cuatro o cinco en este nivel. A mí me han dado muchos premios, y siempre es grato, pero de lo que más orgulloso me siento es del cariño que todavía me guardan mis soldados. P.- No deja de preguntarse por qué la guerra, los actos cometidos en ella más bien, no le han dejado mala conciencia. ¿Tiene a estas alturas alguna respuesta? ¿Es autoprotección inconsciente? R.- Es algo muy raro. Mi capitán era un hombre contrario a la guerra. Cuando llegamos, en la frontera con Zambia, nos dijo que él no quería hacer la guerra y que los oficiales no debíamos hacerla. Tres días después una mina despedazó a uno de sus soldados. Entonces dijo: “Hay que vengarle”. Puede decirse que hizo la guerra por motivos personales. Es muy difícil hablar de la guerra con alguien que no haya estado en ella contigo. Yo en mi caso la verdad es que no comprendo la ausencia de culpabilidad. Nunca he tenido pesadillas por mi experiencia en Angola. Lo que me sucedía al principio es que cuando sonaba un portazo me tiraba al suelo corriendo, porque allí las emboscadas comenzaban con un tiro aislado. Belleza en medio del horror

P.- Cuenta que el equilibrio, en mitad de aquella locura absurda, se lo daba la literatura…

R.- Fue muy importante tener libros cerca. Me acuerdo que los bombardeos empezaban a las diez o las once la noche. A las seis atardecía, con un crepúsculo muy rápido, como son en el ecuador. En ese intervalo estábamos muy nerviosos. Un día llegó el capitán con la La leyenda de los siglos de Víctor Hugo y empezamos a leerlo en voz alta, cada uno un par de minutos. Hasta entonces pensé que la literatura no servía de nada. Pero la irrupción de la belleza de los versos en mitad del horror no se puede imaginar lo importante que fue para nosotros, chicos tan jóvenes de entre 18 y 22 años.

P.- ¿La disciplina que tiene para escribir le viene de la experiencia castrense?

R.- Yo trabajo mucho porque no me gusta trabajar. Es verdad, no es una broma. Me tengo que obligar a sentarme a la mesa, porque en realidad me apetece hacer otras cosas, leer, quedar con los amigos. Uno está encerrado en su habitación y afuera está la vida. Eso es muy difícil y por eso intento meter la vida en mis libros.

P.- Cuando murió su padre encontró que había dejado una carta de 600 páginas, a través de la cual comprobó que leía sus libros, él, que había intentado disuadirle de dedicarse a la literatura en su adolescencia. ¿Qué sintió?

R.- Tengo seis hermanos. Todos hombres. Mi gran frustración es no tener una hermana. En mi familia hay un tremendo pudor para hablar de cosas personales. Yo jamás escuché a mi padre pronunciar un elogio hacia un hijo suyo, y eso ha sido muy bueno para nosotros. Un padre es algo que existe entre nosotros y la muerte. He visto morir a mucha gente, en el hospital, en la guerra, y siempre llaman a la madre, pero la referencia sigue siendo el padre. En mi familia nunca se ha hablado de mis libros. Hay un pacto de silencio. Dialogamos sin palabras.

Desde la ventana

Observaba el paso del tiempo desde la ventana del pequeño apartamento. Hacía pocos meses que se había trasladado a la ciudad. Soñaba con encontrarla en sus calles, envuelta en ese perfume que él recordaba tan bien. Sólo era cuestión de perder el miedo y salir a buscarla, de dar ese primer paso que le arrancara del abismo de la felicidad postergada, de vencer esa necesidad de quedarse quieto, con la mirada vacía, junto a la ventana y un cigarrillo encendido entre sus dedos temblorosos y en su otra mano una fotografía desgastada de ellos dos sonriendo a un destino fugaz.

Inventarse a uno mismo

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De repente le desaparecieron las ganas de escribir, de ir creando en la mente esas historias que durante tantos años le acompañaron a cualquier hora del día o de la noche y hasta de la incierta madrugada. Dejó el bolígrafo sobre la hoja en blanco y permaneció mirando hacia el vacío durante unos minutos, que terminaron por parecerle eternos. Al fin encendió un cigarrillo, expulsando el humo por la nariz. Se levantó de la silla y caminó hasta la ventana que daba a los dos picos cubiertos de una casi permanente bruma, y que delimitaban el pueblo hacia levante. Permaneció en pie, junto a la ventana, hasta que sintió el calor del final del cigarrillo quemándole sus dedos. Se dijo a sí mismo que esas cumbres le traían a su cabeza un paisaje chino, ese paisaje que él atesoraba en su interior sin saber bien por qué, quizá una imagen entrevista de niño, en cualquier cuento o en alguna película de la que se había olvidado por completo; pero que había dejado esa sensación de reconocimiento grabada en su interior. Aplastó el cigarrillo contra el cenicero, en un movimiento preciso. Miró una vez más hacia la hoja en blanco, preguntándose si alguna vez más volvería a sentir la necesidad de inventarse a sí mismo.

Una vieja polaroid

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Nunca le habían gustado Dire Straits; pero esa mañana al escuchar You and Your Friend pensó que esa canción no estaba mal, que le recordaba otros tiempos que no eran los de ahora. Rió sin ganas, asomado al espejo y reconociendo esa mirada que le observaba desde el otro lado de la realidad. Balanceó el cuerpo de un lado a otro, acompañado por el reflejo de sus propios movimientos, acompasados al ritmo de la música. Y así, balanceándose, terminó por comprender que su reflejo no era él, que las mañanas eran la prolongación de los sueños inconclusos de la noche. Retrató su sombra con una vieja polaroid y después de un par de minutos clavó la fotografía, con una chincheta, en un hueco de la pared de la habitación, junto a otras sombras que también le pertenecían.

Soltar la mente

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¡Adiós!, invierno. Soltar la mente, no tener nada en ella, ni siquiera las palabras que escribiré a continuación, en un cuaderno verde, con cierre de goma elástica.

Una pausa en los pensamientos, un salto hacia ese vacío que se forma ante mí, como si los agujeros negros sólo fueran una fuente de continua incógnita, de fiel desasosiego.

Aunque el invierno acabe hoy el cielo continúa gris, se masca la tristeza del ambiente, ese ámbito de ilusiones rotas que permanecen atenazadas en los corazones fríos. Quiero encerrarme en casa y reencontrarme con mis amigos de las hojas escritas, con los que me hablan desde la creación de otro ser, que plasmó sobre unas cuantas hojas en blanco, para que gente como yo las leyera en estas tardes de profunda perturbación emocional.

Bernardo Soares debería de acompañarme esta tarde. Descorcharíamos una botella de absenta y juntaríamos nuestras angustias vitales hasta tocar el fondo del vaso con nuestra rota conciencia de ermitaños de saudades y de ocasos verdosos como el reflejo de nuestras lágrimas interiores. Y más allá el mar, el reflejo de las gaviotas sobre las agitadas aguas salinas que muerden la arena como único sentido a la inconsciencia de la vida vista desde abajo, desde el único punto de vista posible en la última tarde del invierno.

El maldito pez naranja

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El maldito pez naranja, con rayas blancas, no dejaba de mirarme boquiabierto desde la pantalla del ordenador. Sus ojos se posaban sobre los míos con esa quietud propia de los hipnotizadores de serpientes. El puto pez acrecentaba la incerteza de mí. Volví a dar una vez más al botón del play y el murmullo del cantarín arroyo del secreto del bosque empezó a sonar, lobotomizándome una nueva zona del cerebro, como fondo musical a tan desconcertante mirada; tenía otros ochenta minutos para tratar de resolver si la culpa la tenía él (el pez) o yo mismo, por dejarme hipnotizar tan absurdamente en el manso discurrir de la noche, en este escurrirse de mi yo trascendente en los farisaicos ojos de mi ya entrañable amigo branquiado. El desconcierto se había instalado definitivamente en mi vida nocturna. Ya nada me impediría dedicarme a leer en las próximas noches Los Miserables, de Víctor Hugo. Se acabaron los absurdos remordimientos. Supuse que por el mismo motivo hasta sería capaz de leer el Vanity Fair; sólo era cuestión de esperar a ver como se iban desarrollando los acontecimientos futuros.

Spring on

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Siempre con el jazz encima, con ese puto saxo que no me deja pegar ojo en toda la noche. Y después está el sonido de tus berridos o ese ir y venir de una habitación a otra. Quiero notar tu ausencia. Sí, quiero ver como desapareces en medio de la nada, convirtiéndote sólo en un molesto recuerdo, en un resto de basura más  sobre la mesa, junto a los mordidos bordes de la pizza y las latas aplastadas de cerveza. Después dicen que el amor existe, que la primavera avanza. Los chinos tienen sus rollitos de primavera, no necesitan amor. Y yo tengo mis agridulces coñitos de primavera, ¿me puedes decir para qué te necesito?